Sobre los autos voladores y la tasa decreciente de ganancia

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(Excerpta ad usum Delphini): La promesa generacional particular –hecha a las que fuimos niñas en los cincuenta, sesenta, setenta y ochenta– nunca fue articulada como tal, más bien fue dada como un conjunto de suposiciones respecto a cómo sería nuestro mundo adulto. En concreto, ¿dónde están los autos voladores? ¿Dónde están los campos de fuerza, los rayos atractores, los podios de teletransportación, los trineos antigravitacionales, "tricorders", las drogas de la inmortalidad, las colonias en Marte y todas las otras maravillas tecnológicas que cualquier niña que haya crecido a partir de mediados del siglo XX asumía que iban a existir para este momento? Incluso aquellas invenciones que parecían listas para emerger –como la clonación o la criogenia– terminaron traicionando sus amplias promesas. ¿Qué fué lo que les pasó? ¿Esperaba vivir en un mundo lleno de maravillas? Por supuesto. Todas lo esperaban. ¿Me siento engañada ahora? Parecía improbable que viviera para ver todas las cosas que leía en la ciencia ficción, pero nunca se me hubiera ocurrido que no llegaría a ver ninguna. Al pasar de milenio esperaba un derrame de reflexiones sobre por qué nos imaginamos el futuro de la tecnología tan mal. En cambio, casi todas las voces de autoridad –tanto de Izquierda como de Derecha– hicieron sus reflexiones desde la aceptación de que de cierto modo u otro, vivimos en una nueva utopía tecnológica sin precedentes. Las tecnologías que han avanzado desde los setenta, han sido principalmente las tecnologías médicas o tecnologías informáticas –ampliamente, tecnologías de simulación. Son las tecnologías que Jean Baudrillard y Umberto Eco llamaron “hiperreales”, tienen la capacidad de realizar imitaciones más realistas que sus originales. La sensibilidad posmoderna, la sensación que de alguna forma hemos irrumpido en un nuevo período histórico sin precedentes en el que hemos comprendido que no hay nada nuevo por descubrir; que las grandes narrativas históricas de liberación y progreso eran falsas; que ahora todo es simulación, repetición, fragmentación y pastiche –todo esto cobra sentido en un ambiente tecnológico donde los únicos grandes progresos fueron aquellos que hicieron más fácil la creación, transferencia y reagrupación de proyecciones virtuales de cosas que o ya existían o que descubrimos que nunca existirán. En cambio lo que sucedió fue que la difusión de las tecnologías de la información y las nuevas formas de organizar el transporte –la contenedorización de los envíos, por ejemplo– habilitó que esos mismos trabajos industriales fueran tercerizados a Asia del Este, América Latina y otros países donde la disponibilidad de trabajo barato permitió a los capitalistas emplear técnicas de producción en línea mucho menos sofisticadas tecnológicamente de lo que hubieran estado obligados a emplear localmente. Los resultados fueron más o menos los esperados. Las industrias de chimenea en efecto desaparecieron; el trabajo se dividió entre un estrato bajo de trabajadoras de servicios y uno más alto compuesto por burbujas asépticas ju- gando con computadoras. Pero debajo de todo esto descansa una conciencia intranquila de que la civilización post-trabajo es un fraude gigantesco. Nuestras zapatillas de alta tecnología no están siendo producidas por cyborgs inteligentes ni nanotecnología molecular auto-replicante; están siendo manufacturadas en el equivalente de las máquinas de coser Singer, por las hijas de granjeras mexicanas o indonesias que, como resultado de acuerdos comerciales esponsoreados por la OMC o NAFTA, habían sido desalojadas de sus tierras ancestrales. Era una conciencia culpable la que descansaba bajo la sensibilidad posmoderna y su celebración del infinito interjuego de imágenes y superficies. Marx decía que según ciertas razones técnicas, el valor –y por lo tanto las ganancias– solo podía extraerse del trabajo humano. La competencia fuerza a los propietarios de las fábricas a mecanizar la producción para reducir los costos laborales, pero en tanto esto es una ventaja de corto plazo para la empresa, el efecto global de la mecanización es reducir la tasa general de ganancia. Durante 150 años los economistas han discutido si esto es verdad. Pero si esto es verdad, entonces cobra mucho sentido la decisión de los industrialistas de desfinanciar la investigación que llevaría a la invención de las fábricas robot que todo el mundo anticipaba en los ’60 para en cambio convertir las fábricas en instalaciones de trabajo intensivo y baja tecnología ubicadas en China o el Sur Global. La victoria estadounidense de la carrera espacial significó que después de 1968 los planificadores dejaran de tomar seriamente la competencia. Como resultado, se mantuvo la mitología de la frontera final, aun cuando la dirección de la investigación y desarrollo pivotó hacia cualquier cosa que no tuviera que ver con bases en Marte ni fábricas robot. La historia estándar es que esto fue el resultado del triunfo del mercado. El programa Apollo fue un proyecto del Gran Gobierno, de inspiración soviética en el sentido de que requirió un esfuerzo nacional coordinado por burocracias estatales. Tan pronto como la amenaza soviética hubo pasado, el capitalismo revirtió a líneas de desarrollo tecnológico más de acuerdo con sus imperativos normales, decentralizados y de libre mercado: a través de fondos privados redirigir la investigación hacia bienes de consumo, como por ejemplo, las computadoras personales. Las tecnologías que sí emergieron han demostrado ser muy conducentes para el campo de la vigilancia, la disciplina laboral y el control social. Las computadoras han abierto ciertos espa- cios de libertad, como se nos recuerda constantemente, pero en lugar de llevarnos a la utopía del fin del trabajo que imaginaba Abbie Hoffman, fueron empleadas para producir el efecto contrario. Así, han habilitado una financialización del capital que ha empujado a las trabajadoras a endeudarse desesperadamente, a la vez que han provisto los medios a través de los cuáles los empleadores crearon los regímenes laborales “flexibles” que destruyeron la tradicional seguridad laboral, aumentando las horas de trabajo para casi todo el mundo. Junto con la exportación de los trabajos fabriles, el nuevo régimen laboral ha derrotado al movimiento sindical y destruido cualquier posibilidad de política obrera efectiva. Mientras tanto, a pesar de la inversión sin precedentes en investigación médica y biológica, todavía esperamos curas para el cáncer y el resfrío común; y los descubrimientos médicos más dramáticos han tomado la forma de drogas como Prozac, Zoloft o Ritalin –creadas específicamente para asegurarse que las nuevas demandas del trabajo no nos vuelvan completa y disfuncionalmente locas. Con resultados como estos, ¿cómo será el epitafio del neoliberalismo? Creo que las historiadoras concluirán que se trató de una forma de capitalismo que priorizó sistemáticamente los imperativos políticos sobre los económicos. Ante la elección entre un curso de acción que volvería al capitalismo el único sistema económico posible y otro que transformaría al capitalismo en un sistema económico viable a largo plazo, el neoliberalismo elige la primera opción. Tenemos todas las razones para pensar que destruir la seguridad laboral, al tiempo que se incrementan las horas laborales, no crea una fuerza laboral más productiva (sin pensar en más innovativa o leal). Probablemente, en términos económicos, el resultado es negativo. Esta impresión queda confirmada por las tasas de crecimiento más bajas en casi todas partes alrededor del mundo durante los ’80 y ’90. Pero la elección neoliberal ha sido efectiva en la despolitización del trabajo y la sobredeterminación del futuro. Económicamente, el crecimiento de los ejércitos, la policía y los servicios de seguridad privada equivale a peso muerto. Es posible, de hecho, que el mismísimo peso muerto En este punto todas las piezas parecen caer perfectamente en su lugar. En los ’60, las fuerzas políticas conservadoras estaban atemorizadas por los efectos disruptivos que tenía el progreso tecnológico para la sociedad y los empleadores empezaban a preocuparse por el impacto económico de la mecanización. La desvaneciente amenaza soviética permitió reacomodar los recursos en direcciones vistas como menos desafiantes para los arreglos económicos y sociales o direcciones que de hecho apoyaban una campaña que revirtiera los logros de los movimientos sociales progresivos, con el fin de alcanzar una victoria decisiva en lo que las elites estadounidenses veían como una guerra de clases global. El cambio de prioridades fue introducido como una retirada de los proyectos gran-gubernamentales y un regreso al mercado, pero en efecto el cambio fue que la investigación pública se dirigiera de programas como NASA del aparato creado para asegurar la victoria. Por supuesto esto no lo explica todo. Sobre todo no explica por qué aún en aquellas áreas que se han convertido en el foco de proyectos de investigación de buena financiación, no hemos visto ninguno de los avances que anticipábamos cincuenta años atrás. Ciertamente ya no vemos nada parecido al flujo continuo de revoluciones conceptuales –herencia genética, relatividad, psicoanálisis, mecánica cuántica– al que las personas estaban acostumbradas y que incluso esperaban, unos cien años antes. ¿Por qué? Parte de la respuesta tiene que ver con la concentración de recursos en unos pocos proyectos gigantescos: la “gran ciencia” como se ha dado en llamar. El Proyecto Genoma Humano a menudo es sostenido como ejemplo. Después de gastar casi 3 mil millones de dólares y emplear miles de científicas y personal en cinco países distintos, ha servido para establecer que no hay mucho que aprender de la secuenciación genómica que sea de mucha utilidad. Aun más, el bombo y la inversión política alrededor de estos proyectos demuestra hasta qué punto la investigación básica parece ser impulsada por imperativos políticos, administrativos y publicitarios, que hacen improbable la ocurrencia de descubrimientos revolucionarios. Lo que ha cambiado es la cultura burocrática. La interpenetración creciente entre Estado, Universidad y empresas privadas ha llevado a todo el mundo a adoptar el lenguaje, las sensibilidades y las formas organizacionales que se originaron en el mundo corporativo. Aunque esto haya ayudado a crear bienes de consumo, ya que esto es para lo que las burocracias corporativas fueron diseñadas, los resultados han sido catastróficos en términos de promover una investigación original. Mientras la mercadotécnia sobresatura la vida universitaria, genera documentos acerca del cultivo de la imaginación y la creatividad que bien podrían además haber sido diseñados para estrangular la imaginación y la creatividad desde la cuna. Hubo un tiempo en el que la academia era el refugio de lo excéntrico, lo brillante y lo impráctico. Ya no más. Ahora es el dominio de los profesionales que se hacen auto-bombo. Como resultado, en uno de los más bizarros encajes de auto-destrucción social de la historia, hemos decidido que ya no hay lugar para nuestras ciudadanas excéntricas, brillantes e imprácticas. La mayoría languidece en el sótano de sus madres, a lo mejor haciendo una ocasional intervención en la Internet. Luego de la burbuja del Mar del Sur en 1720, el capitalismo británico abandonó ampliamente la forma corporativa. Para la Revolución Industrial, Inglaterra había pasado a apoyarse sobre una combinación de altas finanzas y pequeñas empresas familiares –patrón que se sostuvo durante el siglo posterior, el período de máxima innovación científica y tecnológica. Inglaterra era por entonces también notable por ser generosa con sus “bichos raros” y sus personajes excéntricos, tanto como es de intolerante Estados Unidos ac- tualmente. Una solución común entonces, era permitirles convertirse en párrocos rurales, quienes, predeciblemente, se convirtieron en una de las principales fuentes de descubrimientos científicos amateur. El capitalismo corporativo burócratico contemporáneo, no fue creación de Inglaterra, sino de Estados Unidos y Alemania, dos poderes rivales que pasaron la primer mitad del siglo XX luchando dos guerras sangrientas en torno a quién reemplazaría a Inglaterra como poder mundial dominante –guerras que culminaron en programas científicos apadrinados por el Estado, que tenían por finalidad encabezarse en el descubrimiento de la bomba atómica. Alguien una vez se dió cuenta que la estadounidense promedio pasaría unos seis meses de su vida esperando que cambie la luz del semáforo. No sé si hay disponibles estadísticas similares para el tiempo que lleva completar formularios, pero debe ser más tiempo. Ninguna población en la historia del mundo ha pasado ni de cerca tanto tiempo enganchada en papeleo. ¿Cuáles son las implicaciones políticas de todo esto? Primero que nada, debemos repensar algunas de nuestras asunciones más básicas sobre la naturaleza del capitalismo. Una es que el capitalismo es idéntico con el mercado y que ambos por lo tanto son dañinos a la burocracia, que se supone es una criatura del Estado. La segunda asunción es que el capitalismo es en su naturaleza tecnológicamente progresivo. Pareciera que Marx y Engels en su apresurado entusiasmo por la revolución industrial de sus días, estaban equivocados en esto. O, para ser más precisos: estaban en lo correcto al insistir que la mecanización de la producción industrial destruiría al capitalismo; estaban equivocados en predecir que la competencia del mercado compelería a los dueños de las fábricas a mecanizar de todas formas. Si no ha ocurrido, es porque la competencia del mercado no es, de hecho, tan esencial a la naturaleza del capitalismo como ellos asumieron. La actual forma del capitalismo donde buena parte de la competencia parece tomar la forma de mercadotecnia interna entre estructuras burocráticas de enormes empresas semi-monopólicas, sería una gran sorpresa para ellos. Los defensores del capitalismo hacen tres grandes reivindicaciones históricas: primero, que ha fomentado el rápido crecimiento científico y tecnológico; segundo, que a pesar de la riqueza que genera para una pequeña minoría, lo hace de un modo tal que incrementa la prosperidad general; tercero, que en ese camino, crea un mundo más seguro y democrático para todas. Está claro que el capitalismo ya no está haciendo ninguna de todas estas cosas. Sin embargo, hay una contradicción. Los defensores del capitalismo no pueden convencernos de que el cambio tecnológico ha terminado –dado que eso significaría que el capitalismo no es progresivo. No, intentan convencernos de que el progreso tecnológico está ciertamente continuando, que vivimos en un mundo de maravillas, pero que esas maravillas toman la forma de mejorías modestas (¡el último iPhone!), rumores de invenciones que vendrán (“Escuché que pronto habrá autos voladores”), formas complejas de malabarear información e imágenes y todavía más complejas plataformas para llenar nuestros formularios. Y si vamos a inventar robots que van a hacer los lavados de ropa y ordenar la cocina, entonces tendremos que asegurarnos que lo que sea que reemplace al capitalismo esté basado en una distribución mucho más equitativa de la riqueza y el poder –una que ya no contenga a los super-ricos o desesperadamente pobres voluntariosas de hacer su trabajo. Solo entonces la tecnología comenzará a ser conducida hacia las necesidades humanas. Y esta es la mejor razón para liberarse de la mano muerta de los gestores de fondos y los CEOs – para liberar nuestras fantasías de las pantallas en las que semejantes hombres las han encarcelado, para dejar que nuestras imaginaciones se conviertan una vez más en una fuerza material en la historia humana.

Author(s): David Graeber
Publisher: Edic. Pirata
Year: 2018

Language: Spanish, Castillian
Commentary: https://utopia.partidopirata.com.ar La copia comparte cultura Esta edición se libera bajo la Licencia de Producción de Pares.
Pages: 56
City: Buenos Aires, Argentina